La procesión se le estaba haciendo larga a Martín. No la entendía. Más de doscientos muchachos, entre 11 y 15 años, dando vueltas, una y otra vez, a una zona ajardinada en forma de óvalo, con una estatua en su centro dominando la vista. Estatua fría y verdosa, de rasgos secos y duros, con grandes ojos que lo escrutaban al pasar, en el tránsito del rezo. Más que eso. Tenía la sensación que le seguían con reprobación, como queriendo llamar su atención; sentía que aquella cabeza desproporcionada, adivinaba su cansancio y hastío. Era tal la sensación, que en cuanto notaba que “llegaba” la mirada, aceleraba el paso para ponerse cuanto antes en su retaguardia. Y soplaba aliviado ante la visión de su nuca.
Lo que no se daba cuenta es que otros ojos, estos vivos y chispeantes, se fijaban en sus cambios de paso y su desconcertante alivio, junto con el mutismo de sus labios obviando las letanías. Y esos ojos no tenían nuca pues, siempre expectantes, nunca se podían evitar y siempre estaban donde menos te los podías esperar. El “búho”, como le llamaban, acechaba a los muchachos como si fueran roedores prestos a ser devorados ante la imprudencia de salir al campo abierto de la desobediencia. Y el concepto de desobediencia podía ser tan inmenso como los páramos siberianos que tanto le gustaba relatar al profesor de geografía. Inmensos, en cuanto a quedar expuestos a su ataque, como gélidos, en cuanto a lo que hacía presentir su acechanza. Y Martín, la desvalida presa, estaba llamando la atención de aquel “depredador” sin corazón. “Depredador” que quedó desconcertado ante el abandono de su “presa”, del místico andar, rutinario, acompasado de rumores inteligibles, los rezos. Una acción que no preveía y que, por tanto, quedaba fuera del marco de acción lógica que su mente podía prever. Tan inusual, que ya no eran sus ojos los que estaban fijados en la escena. Multiplicados de pronto por doscientos, cuando Martín se sentó en el murete del recinto ovalado, observando cómo sus compañeros transitaban ante él mirándole estupefactos, tropezando entre ellos por el despiste que les producía aquella anomalía, sin precedentes, en el organizado día a día de aquel colegio de seminaristas. Más bien, de muchachos para los que, esa opción, les permitía una educación digna, sin costes, frente a la infame formación que recibían en sus pueblos, donde sus niveles académicos les hacían parecerse, en sus resultados, a la fábula del burro y la flauta. Aquí, no solo aprendían mucho y bien, sino que había tiempo para todo dentro de las 16 horas del día que les situaban pululando por todo tipo de clases y actividades. Enseñanzas gratuitas con un condicionante ineludible. Demostrar vocación era primordial. Más que demostrar, valía con hacer como que se tenía. Ser un poco, o “un mucho”, hipócrita era perfectamente viable para recibir los parabienes de los celosos encargados de aquella supuesta fe. Que luego en realidad fueses una mala persona capaz de “vender” a un compañero, por la mínima tontería que podías ver u oír de él, era lo de menos. Incluso se potenciaba por parte de los que velaban por mantener las ideas ¿cristianas?, ya que les facilitaba su tarea de cerner la muchachada para ir quedándose con el “trigo limpio”. Y Martín, que ya tenía sus pequeños “errores” lastrando su andar por aquellos cursos, había cometido la máxima falta posible. Había realizado una acción de desobediencia pura y dura, con los agravantes de presencia masiva de muchachos, que podían ver en su acción una posible rebelión contra la organización y parámetros establecidos por la congregación, y con el descaro de hacerlo frente a ellos, sus tutores, dejándolos en evidencia.
El “búho” no tuvo ni que tomar nota para explicarse en el claustro, de cara a decidir lo inapelable. Cuando perfilaba el ocaso del curso, Martín fue llamado al despacho del Director, para recibir la noticia de que no podía volver al año siguiente. No tenía vocación. Tendría que pelear por su formación y su futuro, lejos de ellos.
Ahora que se veía rememorando este recuerdo, tras más de 45 años -con unas cuantas canas y una notable tonsura, aunque laica, marcando su cráneo- dobló el periódico de cuya lectura se había abstraído, y se dispuso a contar, a sus hijos, esta anécdota de su vida. Se reirían un rato. Y reír era bueno. Al menos, solo el pensar en las bromas que le harían, diluía las sombras del recuerdo de los momentos de angustia que pasó hasta atreverse a contar, a sus padres, que lo habían echado de aquel colegio de seminaristas. Aunque, a la vez, le venía el grato recuerdo del ejemplo que le dieron sus padres, pues no hubo reproches.
Javier M. Elizondo Osés
Mendillorri-Pamplona (Navarra)
28 de mayo de 2017