Brisa fresca en la mañana, otra, acompañaba su terco andar, dubitativo, acercándole, un día más, al pedestal de su reino. El suyo, solo suyo, que le asomaba al río –más bien riachuelo- cuya compañía le gratificaba desde hace tantos, muchos, años.

Una vez sentado en su trono de pulida roca –sus pantalones bien lo sabían- su trasero oscilaba hasta situarse en posición conveniente a sus quejosos riñones. Asentado, al fin, el ritual de “su” corte comenzaba. Corte sin cortesanos, sí, – menos, de cortesanas -; pero qué más daba. Allí era el Rey. Y lo que le rodeaba le rendía pleitesía. Sin fisuras.

Acompasado con las notas sacadas, por el aire, a su paso modulante por el follaje, y mecido con la cantarina voz de fondo, del agua, besando las gravas tras pequeños desniveles de paredes en roca, cubiertas en colores desiguales, se le figuraba un conjunto armonioso de incalculables matices, pequeños gritos de emoción, como inmejorable cuadro que presentaban ante él, el Rey, sus vasallos.

Se llevaba entonces, con gesto orquestado, el pañuelo a la cara; blanco cada mañana, bandera de una hija abnegada. Y no precisamente para limpiar sus emociones. Casi a la vez, su mano izquierda palpaba el tabaco de liar, y antes que nadie lo percibiese, truco de prestidigitador- experimentado y embaucador- el cigarrillo lánguido, vestido en saliva, colgaba del balcón de la comisura de sus labios, dando respingos oscilantes tras las atrevidas succiones ante la llama. Qué satisfacción le embargaba. Aunque sabía que en realidad –no era tonto- lo que hacía era perjudicial y se engañaba, ¿qué más le daba, si era viejo y no esperaba, ya, nada? ¿Por qué se iba a quitar de algo que le reconfortaba, aunque cada calada le acercase más al desenlace final? O a la inmediata bronca de su hija; su nariz no le fallaba. No llegaba nunca a saber qué le podía compensar más en el avanzado tramo de su camino; si seguir con el placer de su vicio, o dejar de expandir sus pulmones, con el aire viciado del tabaco, con tal de no oír, por voz de su hija, la cantinela diaria. Cantinelas. Tres como mínimo. Una en cada período del día que se acercaba a ella para recibir los honores de unas viandas, bien pertrechadas en cariño. Qué buena era con él, al fin y al cabo. Lástima su jodido genio, heredado, por supuesto, de su madre. ¿De dónde si no?

Cumplida la satisfacción en ese entorno mágico, tocaba instruirse. Necesitaba estar al día de lo que verdaderamente le importaba a esas alturas. Curiosamente, no era otra cosa que las páginas de decesos del periódico local que birlaba cada mañana. Bastante le importaba todo lo demás, compuesto de repetidas impertinencias latosas que le habían hecho generar muecas de desagrado y le habían amargado los días en sus anteriores etapas de vida. Violencia, corrupción y accidentes; accidentes, violencia y corrupción… de todo tipo. De seres humanos, al fin y al cabo, que ahora buscaba en aquellas páginas, en dosis individuales de amistades olvidadas o lejanas. Al menos, si se enteraba, podía rendirles honores desde su estrado; como a él le gustaría recibirlos de ellos. En ausencia, claro. Y sin desplazamientos a la congoja colectiva, ensayada para los que tienen que irse de una vez. ¡Que ya iba siendo hora!, pensaba, para sí, que los demás pensarían. Repasaba las esquelas con detenimiento. Casi con fruición. Tenía mucho tiempo para verificar detalles que se le podían escapar a cualquier profano en la materia. Cualquiera que lo observase, hubiese creído que estaba releyendo, una y otra vez, para ver si se encontraba.

Echó mano a su visera, invento regalado que le privó de su boina de siempre, pues notaba calor en su cara; elevó la mirada hacia la zona donde provenía esa sensación, y le quedó claro que, en el afán de investigar aquellas páginas, el tiempo consumido era superior del que solía. El plato brillante estaba demasiado alto para el tiempo que necesitaba en volver, a su obligado paso, en pos de una nueva trifulca con su hija. Y, ya que se la iba a montar, ¿por qué no darle razones fundadas? Mano al costado, truco, y cigarrillo oscilante, de nuevo, en sus rajados labios. Aspiración profunda y control de la armonía de sonidos, del agua y la brisa, rompiendo a través de su orquesta de vasallos- juncales, amapolas, dientes de dragón, margaritas y hiedras -; y mirada a lo alto para revisar las “almenas de su castillo”, de frondosas copas, antes de iniciar su marcha, en retirada.

¡Qué árboles!, pensaba. Estaban allí, muchos, antes de nacer él. Los mejores –más fornidos- formaban el cierre de su trono. Sus troncos, fieles pretorianos, evitaban que el aire batiese de lleno su retaguardia. Sus hijos, ¿futuros pretorianos?, en cuantioso tropel desperdigado, intentando asomarse a la luz, bajo la insoportable sombra de sus padres. Otros, junto al riachuelo, con porte perezoso, acariciando sus orillas con trenzas de pequeñas hojas delgadas, largas y múltiples. Como en una reverencia hacia el agua que les daba vida. Qué respeto y qué sensación de pertenencia, pensaba, una vez más, pues cada día sentía lo mismo. Respeto y admiración.

Entonces, oyó el pequeño sonido proveniente de su campo de visión. Casi imperceptible; pero lo captó. Quién lo diría, a su edad. Y la vio. Hoja que caía, trémula, desde la altura, con una suerte de baile cambiante por mor de la querencia del aire. Aire que la frenaba, aire que la desplazaba; aire que poco soplo de vida le daba. Y así como caía, hasta reposar en el agua, que en movimiento se la llevaba, una lágrima su arrugada cara surcó. Sabía lo que significaba.

Se recostó con la última calada y pensó, con agradecimiento, en su hija. Hoy no le increparía por el olor a tabaco. Hoy sólo le lloraría.

Pamplona, 26 de abril de 2017